Serverland: La era de Internet ha terminado

Serverland

Por Josefine Rieks
Adriana Hidalgo. 189 páginas

En 2021, la Humanidad resuelve -por medio de un referendo- la desconexión definitiva de Internet. Nace un mundo nuevo; mejor dicho se recupera el anterior con mapas y guías telefónicas de papel, carteros y estampillas. Décadas más tarde, una pandilla de inadaptados quiere recuperar hebras de ese mítico pasado digital, algunos chicos como negocio (se pagan fortunas por los antiguos perfiles de Facebook), otros como arma para un movimiento contestatario.

Básicamente, he aquí la trama de Serverland, primera novela de Josefine Rieks (Höxter, 1988). La retiración de tapa nos informa que vive actualmente en Berlín, estudió filosofía, ganó la beca Alfred Döblin y escribió un guión. Las fotos de Internet revelan que es una de esas personas que le gustan esos raros peinados nuevos.

El narrador de Serverland es un tal Reiner, veinteañero que trabaja en el Correo Alemán. Se ha aficionado a las reliquias de la época anterior como los videojuegos y las computadoras portátiles, que en el presente literario se consiguen en remates, anticuarios y chatarrerías.

Un amigo buscavidas de Reiner -el pillastre de Meyer- lo lleva a Holanda, a un centro de datos abandonado de Google, que fue un nodo de conexión muy importante en tiempos de Internet. Allí, nuestro héroe menudo se sumará a una comunidad, pequeña y variopinta, de rebeldes sin causa. Su crimen será módico: aprovechando un programa que diseñó Reiner encienden los servers, desconectados largo tiempo atrás, para apoderarse de los videos de YouTube.

Da la impresión que la señora Rieks ha querido hacer lo que hizo Doris Lessing, con más talento y ambición, en La buena terrorista: mofarse de una célula de sediciosos de pacotilla, que albergan ínfulas revolucionarias. Bobos en busca de una familia ampliada que los contenga. Pero en Serverland prácticamente no ocurre nada de relieve.

Hay otro punto flaco: el contexto es pobre. Se supone que todo aquél que proponga al lector una utopía, una distopía o un universo paralelo debe esforzarse por atrapar nuestra imaginación con detalles. Un futuro sin computadoras ni teléfonos celulares por decisión del pueblo soberano es una premisa cautivante. La señora Rieks la desperdicia, está insuficientemente desarrollada.

Del estilo narrativo no puede escribirse mucho. En realidad no hay aquí un estilo en juego. La prosa es seca, plana, rústica por momentos y cuanto mucho, funcional. Sin poética ni filosofía, la novela zozobra en la intrascendencia.

No obstante, como sabían los antiguos no hay libro tan malo que no contenga algo bueno. En este caso, se deslizan críticas atinadas a “la época de los medios sociales”, cuando “toda una generación había hecho accesibles sus pensamientos a todo lo demás. Uniendo a ello la promesa de algo que no podían definir claramente, que no podían describir”.

Esta muy bien que un texto nos invite a reflexionar sobre las tonterías (¿el 90% del material que circula en el ciberespacio?) de las redes contemporáneas, sobre la obsesión por figurar, por ser visto como un quía listo, afortunado, cool. Soy percibido, luego existo. No podemos ser inmunes -vaya a saber por qué- a esa extraña vanidad.

Fuente: LA PRENSA

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